EL VALOR DE LA VERDAD cuento
(Cuento tradicional chino)
Hace mucho, en la lejana China, vivía un príncipe inteligente y honesto
llamado Li-Yung. Como se acercaba el momento en que Li-Yung había de ser
coronado emperador, los consejeros del reino decidieron que debía casarse.
Entonces, el príncipe dijo:
– Elegiré a mi esposa entre todas las muchachas del reino. Dentro de
una semana las espero en palacio. Anunciad mis intenciones.
La noticia corrió como el viento que mece las cañas de bambú. Todas las
jóvenes recibieron ilusionadas aquel anuncio.
Y amaneció el gran día. Los jardines imperiales bullían de agitación y
las muchachas esperaban nerviosas la llegada del príncipe. Oculta tras los magnolios,
la hermosa Saomín, hija de dos sirvientes de palacio, observaba la escena.
Cuando la elegante figura del príncipe apareció en la escalinata, se
hizo un profundo silencio: súbitamente, cesaron los murmullos y solo se oyó el
rumor del agua de las fuentes. Dirigiéndose a la multitud, Li-Yung dijo:
– Quiero anunciaros que mi elegida será la muchacha que consiga hacer
brotar la planta más hermosa de estas semillas que os serán entregadas.
El príncipe sacó entonces una bolsa de seda, llena de diminutas semillas
y comenzó a repartirlas con ayuda de algunos sirvientes.
– Cuando hayan pasado seis meses, debéis volver con vuestras plantas.
Entonces sabremos quién es la elegida.
Saomín no se perdía ningún detalle. Sintiéndose arropada por la
multitud, se acercó un poco más. Y fue entonces cuando la sobresaltó una voz
cálida:
– Y tú, ¿no quieres una semilla?
La joven levantó los ojos y vio… ¡al mismísimo príncipe! Durante un
segundo, sus miradas se encontraron. El corazón de la muchacha latía
apresurado. Con las mejillas encendidas de rubor, Saomín extendió la mano y
tomó el obsequio que le ofrecía el príncipe.
Desde aquel instante, Saomín sólo vivió para cuidar su semilla, pero su
padre la disuadía con estas palabras:
– No te empeñes, hija. Habrá muchachas que tengan jardineros cuidando
día y noche sus semillas.
Y la madre añadía con tristeza:
– Además, ¿crees que el príncipe se casaría con una sirvienta?
Pero Saomín seguía cuidando afanosamentesu tesoro: regaba la tierra, la
protegía del viento, la acercaba al tibiosol… Así fue pasando el tiempo, pero,
a pesar de tantos cuidados, la tierra no ofrecía ninguna esperanza de vida.
La víspera de cumplirse el plazo fijado por el príncipe, la madre de
Saomín, intentó animar:
- No te aflijas por el resultado. Has hecho cuanto has podido.
– De todas formas, mañana iré a palacio. Al menos veré al príncipe por
última vez.
Los padres de Saomín intentaron disuadirla:
– ¡No puedes presentarte con una maceta de tierra!
Pero fue inútil. Al día siguiente, muy temprano, la joven llegó al
jardín imperial. Poco a poco aparecieron las demás muchachas. Todas llevaban
plantas bellísimas. Saomín esperó en un rincón la llegada del príncipe.
– ¡Qué plantas tan magníficas! ¡Son realmente asombrosas!
Entonces, viendo que Saomín no se acercaba, se dirigió a ella y le
preguntó:
– ¿Y tú?¿Qué has traído?
Ella, avergonzada, respondió:
– Señor, aunque me esforcé mucho, no he conseguido obtener ningún
fruto.
El príncipe guardó silencio unos segundos y luego dijo satisfecho:
– No tengo duda. Tú eres la elegida por mi corazón. Si me aceptas,
serás la emperatriz.
A continuación, el príncipe explicó su veredicto:
– Sólo ella ha sido sincera y valiente. Las semillas que repartí eran estériles.
No era posible que de ellas brotara nada.
Pocos días después, Li-Yung y Saomín se casaron y ningún viento mudó nunca
la feliz suerte del emperador y su esposa.