RESUMEN Obra LOS FUNERALES DE LA MAMÁ GRANDE Gabriel García Márquez
La Mama Grande, quien se llama
María del rosario Castañeda y Montero, es el arquetipo de esas matriarcas
omnímodas que abundan en la sociedad ficticia de la obra de García
Márquez.
Después de catorce semanas de
agonía la Mamá Grande, soberana absoluta del reino de Macondo, murió a los 92
años.
Su muerte provoca una conmoción
nacional, privando a la nación de la matrona más rica y poderosa del
mundo. Sabiendo que la vida se le
acababa, la Mamá Grande ordenó que la sentaran en su viejo mecedor de bejuco
para expresar su última voluntad.
Era el único requisito que le
hacía falta para morir. Ya los negocios
de su alma los había arreglado por intermedio del padre Antonio Isabel, a quien
diez hombres habían subido hasta la alcoba de la matrona para que permaneciera
a su lado hasta el minuto final.
Nicanor, el sobrino mayor, fue en
busca del notario para que la Mamá Grande pudiera arreglar los negocios de sus
arcas con los nueve sobrinos, sus herederos universales, que velaban en torno
al lecho.
En el corredor central de la
mansión, los peones dormían sobre sacos de sal, esperando la orden de ensillar
las bestias para divulgar la mala noticia en el ámbito de la gran
hacienda.
El resto de la familia estaba en
la sala; familia numerosa dentro de la cual los tíos se casaban con las hijas
de las sobrinas; y los primos con las tías, y los hermanos con las cuñadas,
hasta formar una intrincada maraña de consanguinidad que convirtió la procreación
en círculo vicioso.
Sólo Magdalena, la menor de las
sobrinas, logró escapar al cerco enrollándose el noviciado de la Prefectura
Apostólica.
La Mamá grande había sido el centro de gravedad de Macondo, como sus
ancestros lo fueron en el pasado, en una hegemonía que colmaba dos siglos.
“La aldea se fundó alrededor de
su apellido. Nadie conocía el origen, ni
los límites, ni el valor real del patrimonio, pero todo el mundo se había
acostumbrado a creer que la Mamá Grande era dueña de las aguas corrientes y
estancadas, llovidas y por llover, y de los caminos vecinales, los postes del
telégrafo, los años bisiestos y el calor, y que tenía además un derecho
heredado sobre vida y haciendas.
Cuando se sentaba a tomar el
fresco de la tarde en el balcón de su casa, con todo el peso de sus vísceras y
su autoridad aplastado en su viejo mecedero de bejuco, parecía en verdad
infinitamente rica y poderosa, la
matrona más rica y poderosa del mundo.
A nadie se le había ocurrido
pensar que la Mamá Grande fuera mortal, salvo a los miembros de su tribu, y a
ella misma, aguijoneada por las premoniciones seniles del padre Antonio
Isabel.
Pero ella confiaba en que viviría
más años, como su abuela materna, que en la guerra de 1875 se enfrentó a una
patrulla del coronel Aureliano Buendía, atrincherada en la cocina de la
hacienda.
Sólo en abril de ese año
comprendió la Mamá Grande que Dios no le concedería el privilegio de liquidar
personalmente, en franca refriega, a una horda, de masones federalistas”.
En la primera semana de dolores
el médico de la familia la entretuvo con cataplasmas de mostaza y calcetines de
lana.
Sólo cuando comprendió que la
enferma agonizaba, embadurno a la moribunda durante tres semanas con toda
suerte de emplastos académicos, aplicándole posteriormente sapos ahumados en el
sitio del dolor y sanguijuelas en los riñones.
Hasta cuando cumplió los setenta
años, la Mamá Grande había celebrado sus cumpleaños con las festividades más
prolongadas y tumultuosas de toda la historia.
Para clausurar el jubileo, la
Mamá Grande salía al balcón adornado con diademas y faroles de papel, y
arrojaba monedas a la muchedumbre.
Pero aquellos días de gloria
habían quedado en el olvido, y aquella mujer de tetas matriarcales y nalgas
monumentales, que hasta los cincuenta años había rechazado a los más
apasionados pretendientes, y que fuera dotada por la naturaleza para amamantar
ella sola a toda su especie, agonizaba virgen y sin hijos.
Al amanecer, la Mamá Grande pidió
que la dejaran a solas con Nicanor para impartir sus últimas instrucciones
“Tienes que estar con los ojos abiertos”, dijo.’’
“Guarda bajo llave todas las
cosas de valor, pues mucha gente no viene a los velorios sino a robar”.
Nicanor había preparado, en
veinticuatro folios una escrupulosa relación de sus bienes. Respirando apaciblemente, con el médico y el
padre Antonio Isabel por testigos, la Mamá Grande dictó al notario la lista de
sus propiedades.
Luego dictó minuciosamente sus
bienes morales y por último la lista de su patrimonio invisible que incluía la
riqueza del subsuelo, las aguas territoriales, los colores de la bandera, la
Soberanía Nacional, los derechos del hombre, las elecciones libres, la pureza
del lenguaje, etc., lista interminable que no alcanzó a concluir.
La laboriosa enumeración tronchó
su último vahaje. Ahogándose en el mare
mágnum de fórmulas abstractas que durante dos siglos constituyeron la
justificación moral del poderío de la familia, la Mamá Grande emitió un sonoro
eructo y expiro.
Los periódicos, en ediciones
extraordinarias, publicaron el retrato de una mujer de veinte años, que muchos
creyeron que se trataba de una nueva reina de belleza.
Era una foto de su juventud captada por
un fotógrafo ambulante que pasó por Macondo a principios de siglo y que
estaba destinada a perdurar en la memoria de las generaciones futuras.
Se impartieron órdenes para que
fuera embalsamado el cadáver, mientras se hacían enmiendas constitucionales que
permitieran al presidente de la República asistir al entierro.
Hasta oídos del Sumo Pontífice
llegó la noticia de tan irreparable pérdida; éste, instalado en su larga
góndola negra, enrumbó hacia los fantásticos funerales de la Mamá Grande.
Hombre y congregaciones de todo
el mundo se acomodaron del mejor modo en la atiborrada mansión, donde en el
salón central, yacía el cadáver bajo un estremecido promontorio de
telegramas.
Hasta los veteranos del Coronel
Aureliano Buendía se sobrepusieron a su rencor centenario por la Mamá Grande y
los de su especie, y vinieron a los funerales, para solicitar al presidente de
la República el pago de las pensiones de guerra que esperaban desde hacía
sesenta años.
Por fin, el catafalco salió a la
calle en hombros de los más ilustres concurrentes. Nadie advirtió que los sobrinos, ahijados,
sirvientes y protegidos de la Mamá Grande cerraron las puertas tan pronto como
sacaron el cadáver, y desmontaron las puertas, desenclavaron las tablas y
desenterraron los cimientos para repartirse la casa.
Todos los concurrentes dieron un
suspiro de complacencia cuando se cumplieron los catorce días de plegarias,
exaltaciones y ditirambos, y la tumba fue sellada con una plataforma de
plomo.
Muchos de los presentes
comprendieron que estaban asistiendo al nacimiento de una nueva época, pues,
ahora el sumo Pontífice podía cumplir su misión en la tierra, y podía el
presidente de la República gobernar a su criterio, porque la única que podía
oponerse a ello y tenía suficiente poder para hacerlo había empezado a pudrirse
bajo una plataforma de plomo.