Resumen EL SUEÑO DEL PONGO José María Arguedas
Un siervo indio se dirige a la
casa hacienda para cumplir su turno de pongo o sirviente, según la usanza
feudal en las haciendas de la sierra peruana de la época (¿principios del siglo
XX?). Era un hombrecito de cuerpo esmirriado y con ropas viejas.
Solo con verle, el patrón se
burló de su aspecto y de inmediato le ordenó hacer la limpieza. El pongo se
portaba muy servicial; no hablaba con nadie; trabajaba callado y comía solo. El
patrón tomó la costumbre de maltratarlo y fastidiarlo delante de toda la
servidumbre, cuando esta se reunía de noche en el corredor de la hacienda para
rezar el Ave María.
El patrón obligaba al pongo a que
imitara a un perro o a una vizcacha; el pongo hacía todo lo que le ordenaba, lo
que provocaba la risa del patrón, quien luego lo pateaba y lo revolcaba en el
suelo. Incluso los demás siervos no podían contener la risa al ver tal
espectáculo.
Y así pasaron varios días, hasta
que una tarde, a la hora del rezo habitual, cuando el corredor estaba repleto
de la gente de la hacienda, el pongo le dijo a su patrón: "Gran señor,
dame tu licencia; padrecito mío, quiero hablarte". El patrón, asombrado de
que el hombrecito se atreviera a dirigirle la palabra, le dio permiso, curioso
por saber qué cosas diría.
Entonces el pongo empezó a
contarle al patrón lo que había soñado la noche anterior: ambos habían muerto y
se encontraron desnudos ante los ojos de San Francisco, quien examinó los
corazones de los dos. Luego, el santo ordenó que viniera un ángel mayor acompañado
de otro menor que trajera una copa de oro llena de miel.
El ángel mayor, levantando la
copa, derramó la miel en el cuerpo del hacendado y lo enlució con ella desde la
cabeza hasta los pies. Cuando le tocó su turno al pongo, San Francisco ordenó a
un ángel viejo: "Oye viejo.
Embadurna el cuerpo de este
hombrecito con el excremento que hay en esa lata que has traído: todo el
cuerpo, de cualquier manera, cúbrelo como puedas, ¡Rápido!" Entonces, el
ángel viejo, sacando el excremento de la lata, lo embadurnó en todo el cuerpo
del pongo, de manera tosca.
Hasta allí parecía que esa era la
retribución de ambos y así creyó entender el hacendado, que escuchaba atento
tal relato.
Sin embargo, el pongo advirtió
rápidamente que allí no terminaba la cosa, sino que San Francisco, luego de
mirar fijamente a ambos, ordenó que se lamieran el uno al otro, en forma lenta
y por mucho tiempo.
El viejo ángel rejuveneció y
quedó vigilando para que la voluntad de San Francisco se cumpliera.