ARGUMENTO Y RESUMEN de la obra HUASIPUNGO de Jorge Icaza
ARGUMENTO DE LA OBRA
Cuando la obra
se inicia, don Alfonso Pereira, dueño de la hacienda Cuchitambo, salió colérico
una mañana de su casa dando un portazo y mascullando una veintena de
maldiciones.
Su hija, una
niña inocente de diecisiete años, había sido deshonrada por un cholo de
apellido Cumba: “Tonta. Mi deber de padre.
Jamás
consentiría que se case con un cholo.
Cholo por los cuatro costados del alma y del cuerpo. Además… El desgraciado ha desaparecido. Carajo…”, terminó diciendo Alfonso Pereira
mientras coadyuvaba su mal humor los recuerdos de sus deudas, sobre todo los
diez mil sucres que le debía a su tío Julio Pereira.
No tardó éste
en avecinarse al sobrino para hacer efectivo su cobro. Sabiendo que el sobrino no tenía el dinero
adeudado, don Julio Pereira se apresuró a proponerle un “negocio”.
Le dijo que
Mr. Chapy, el gerente de la explotación de la maderera en el Ecuador, ofrecía
traer maquinarias para explotar las excelentes madreras habidas en sus
propiedades, lo cual exigiría limpiar de huasipungos (huasi: casa; pungo:
puerta; parcela de tierra que otorga el dueño de la hacienda a la familia india
por parte de su trabajo diario) las orillas del río.
RESUMEN DE LA OBRA
Fueron muchas
las objeciones que Alfonso Pereira puso a las proposiciones del tío, pero aun
sabiendo que se metía en la boca del lobo, cedía al fin, ante el recuerdo de su
honor manchado.
En pocas
semanas don Alfonso Pereira arregló cuentas y firmó papeles con el tío y
Mr. Chapy.
Y una mañana
salió de Quito con su familia llegando a los pocos días al pueblo de
Tomachi.
La mitad del
camino fueron cuatro indios quienes tuvieron que llevar sobre sus espaldas a
don Alfonso, a su mujer doña Blanca Chaique de Pereira, madre de la distinguida
familia, un jamón que pesaba lo menos ciento setenta libras.
Todo el camino
el pensamiento de Lolita se centró en el recuerdo del indio al que ella se
había entregado por amor, y que hasta ese momento no se explicaba por qué la
había abandonado a su suerte.
Rápidamente
Alfonso Pereira visitó a muchos conocidos que el servirían para llevar a cabo
su proyecto comprar, a base de engaños las tierras de los indios.
Para esto
contaba con el párroco del pueblo in gran aliado, hombre ambicioso que
protegido por su sotana, era capaz de las más bajas acciones a cambio de una
comisión.
Al poco
tiempo, nació el hijo de Lolita, y como a la madre se le secó la leche, los
esbirros al servicio de don Alfonso, se encargaron de buscar entre las indias
la más apropiada para que diera de lactar al recién nacido.
El cholo
Policarpio, para congraciarse con su patrón, recurría a las acciones más
inicuas. Con tal de satisfacer a su amo,
Policarpio desechaba en el acto a todas aquellas indias que tenían hijos
desnutridos, que eran la mayoría como consecuencia de los constantes cólicos y
diarreas que les provocaba la mazamorra guardada, las papas y ollucos
descompuestos que tenían que ingerir sumidos en una miseria execrable.
En pocos meses
Alfonso Pereira terminó con el dinero que su tío le había dado; al saber que la
leña y el carbón de madera tenían gran demanda ordenó iniciar la explotación en
los bosques de la montaña.
El cholo
Gabriel Rodríguez, conocido como el Tuerto Rodríguez fue encargado de dirigir
los trabajos así como de mantener la disciplina de los indios, que en su
mayoría fueron arrancados de sus hogares para cumplir con tan inhumano trabajo.
Toda la peonada
caía producto de la modorra del cansancio, sobre ponchos donde los piojos, las
pulgas y hasta las garrapatas lograban hartarse de sangre.
Cada cierto
tiempo una treintena de indios eran arreados como bestias a limpiar la quebrada
grande donde el agua se atoraba en los terrenos altos y había que limpiar el
cauce del río.
De lo contrario, los fuertes desagües de los
deshielos y de las tempestades de las cumbres romperían el dique se formaba
constantemente con el lodo, precipitando hacia el valle una creciente turbia
capaz de desbaratar el sistema de riego de la hacienda y arrancar con los
huasipungos a las orillas del río.
Los indios
cuando sufrían algún accidente eran tratados con desgano y negligencia, uno de
ellos, Andrés Chilinquinga, se hirió en el pie con el hacha cuando cortaba
leña.
Fue tratado
por un curandero quien tomó el pie hinchado del enfermo y en la llaga purulenta repleta de gusanillos y de
pus verdosa estampó un beso absorbente, voraz, de ventosa.
Las quejas y
espasmos del enfermo desembocaron pronto en un grito ensordecedor que le dejó
inmóvil precipitándolo en el desmayo.
El curandero
estaba seguro que al extraer esa masa viscosa de fetidez nauseabunda, había
alejado del enfermo los demonios que estrangulaban la conciencia de la
víctima. Andrés quedó cojo y fue
destinado a labor de espantapájaros.
Las indias no
estaban exentas de los vejámenes de don Alfonso, quien algunas veces, en
combinación con el cura, abusaban de
éstas. Dentro del compromiso que don
Alfonso Pereira tenía con su tío y con Mr. Chapy, estaba el de construir un
camino por el cual se transportaría las cosechas a la capital.
Para ello
contaba con la ayuda incondicional de los hermanos Rusta, de Jacinto Quintana y
otros cholos influentes entre la indiada que estaban dispuestos a secundar
cualquier bajeza del patrón, con tal de obtener alguna ganancia.
Centenares de
indios fueron sometidos con engaños a cumplir aquella ardua empresa que
arrastraría a muchos de ellos a la tumba.
Al comienzo
accedieron de buena gana a tan difícil tarea, ; pero el mal trato, la mala
alimentación y el castigo físico, creó un rápido descontento Jugo de caña fermentado en galpones con
orines, carne podrida y zapatos viejos, fue repartido por orden de don Alfonso
entre la indiada pro provocar el
embrutecimiento alcohólico necesario para el máximo rendimiento.
A los pocos
que se resistían a las inhumanas condiciones de trabajo, el Tuerto Rodríguez se
encargaba de flagelarlos a punta de látigo, para luego obligarlos a beber
aguardiente mezclado con zumo de hiera
mora, orín a de mujer preñada, gotas de limón y excremento molido de cuy. Era un brebaje preparado por e l mismo Tuerto
y que él llamaba “medicina”.
Los cholos
tenían algunas preferencias, en cambio los indios debían soportar los peores
trabajos, como aquél, en que perdieron la vida muchos al intentar drenar un
pantano por donde debía pasar el camino.
El cura
cumplía su trabajo a la perfección prometiendo grandes cuentos en las penas del
purgatorio y del infierno para que indios y cholos no desistieran en el
trabajo.
Irónicamente a
lo que acontecía en Tomachi, los medios publicitarios cubrieron la heroica
hazaña del terrateniente y sus secuaces, llamándolos hombres emprendedores e
inmaculados.
Don Alfonso
devoró una y otra vez los artículos que su tío Julio le enviaba
constantemente. Un lecho trágico vino a
enlutar aún más a los indios de Tomachi, cuando un aluvión se precipitó
arrasando todo lo que encontró a su paso.
Para el único
que esto no significó una sorpresa fue para don Alfonso, pues, cuando el cholo
Po9licarpio y veinte indios más quisieron ir a limpiar el cauce del río para
evitar el atoro del agua, don Alfonso se negó diciéndoles que todavía no era
necesario.
En el fondo el
ambicioso terrateniente sabía que la única forma de hacer desaparecer los
huasipungos eran arrasándolos con un aluvión; ningún patrón había podido
sacarlos, pues, los indos se había revelado siempre, pero ahora, era terrible
masa fangosa llevaba consigo puertas de potreros, animales, arboles arrancado
de raíces y cadáveres de niños que no habían podido escapar a tiempo de las
fauces hambrientas del aluvión.
Los indios
culparon de la tragedia a Tancredo Gualacota, quien se había atrevido a pedirle
al cura que hiciera una rebaja en el monto que tenía que donar a la iglesia
para la Virgen de la Cuchara.
La furia y la
desesperación llevaron a los indios a
dar muerte al huasipnguero, el cura aprovechó este hecho para manifestar que la
desgracia era “Castigo de Dios”.
Cholos e
indios acoquinados por aquel temor se arrodillaban a los pies del fraile,
soltaban la plata y le besaban humildemente las manos o la sotana.
Obtuvo el cura
utilidades suficientes para comprarse un camión de transporte de carga y en
autobús de pasajeros, dejando el buen número de arrieros que había a lo largo y
a lo ancho de toda la comarca sin trabajo.
El aluvión
dejó como saldo una hambruna infernal entre la indiada: vanos fueron los
requerimientos que se hicieran a don Alfonso, quien se negó rotundamente a
darles alimento.
Cuando
Policarpio, que hacía de intermediario entre el patrón y los siervos se
apersonó donde don Alfonso a manifestarle que uno de sus bueyes levaba muerto
varios días y que los indios solicitaban les regalara la carne podrida; éste se
negó, alegando que los indios no deberían probar una miga de carne, pues “Son
como las fieras, se acostumbran”.
Ordenó que la
sepultasen en el acto. Policarpio hubo
de azotar a los indios e indias encargados de sepultar al maloliente animal ya
que estaban disputándose la carne con los gallinazos. “Indios ladrones”, los llamó.
Pero el hambre
pudo más que el temor a las órdenes del patrón y, protegidos por la oscuridad
de la noche, varios indios, entre ellos Andrés Chiliquinga, se deslizaron
con sigilo de alimaña nocturna hasta la
fosa donde yacía sepultado el animal, y luego de desenterrarlo, se disputaron
el “preciado festín”.
A los pocos
días la Cunschi, la mujer de Andrés, moría como consecuencia de ingerir la
carne putrefacta.
Como era de
esperar, don Alfonso se negó a soltar dinero para sepultar a la infeliz ´cuyo
cuerpo, ya en estado descomposición, era velado en su choza por el desconsolado
marido y algunos amigos-.
El cura
ofreció al pobre Andrés darle sepultura a la Cunschi, pero tendría que pagar
treintaicinco sucres.
El indio,
desesperado, solicitó un crédito; pero el ambicioso fraile le dijo que “En el
otro mundo todo al contado”. Andrés deambuló por los senderos que trepan los
cerros pensando qué hacer para conseguir el dinero para sepultar a su mujer.
En una vaca extraviada
por esos lares creyó encontrar la solución a su problema.
La vendió por
cien sucres en un pueblo cercano donde no lo conocían, pero su hurto fue
descubierto por los adulones de don Alfonso, quienes por orden de éste, lo
flagelaron públicamente para que todos vieran el castigo que se infringía a los
ladrones que faltaran el respeto al amo.
De boca en
boca corrió por el pueblo la noticia de la llegada de los señores gringos.
Todas las
banderas del pueblo adornaron las puertas y las ventanas para el gran
recibimiento, pues, los indios estaban convencidos que aquellos señores
saciarían su hambre; ni siquiera se detuvieron ante los indios, y en tres
automóviles de lujo, fueron directamente a la casa de Alfonso Pereira.
Los gringos
exigieron a don Alfonso que desalojara a los indios de la loma del cerro, donde
ya habían sido enviados después de ser desalojados por el aluvión, de las
orillas del río. “a cordillera oriental
de estos andes está llena de petróleo”, dijeron los gringos.
De acuerdo por
lo ordenado por los señores gringos, don Alfonso contrató unos cuantos
forajidos para desalojar a los indios de los huasipungos de la loma.
Grupo que
capitaneado por el temible Tuerto Rodríguez y por los policías de Jacinto
Quintana, la “Autoridad” de Tomachi, cumplió las ordenes con severidad, pero
Andrés Chilinquinga, impulsado por su desesperación, se armó de coraje e incitó
a todos los indios a defender con la vida su huasipungo.
La multitud
campesina, cada vez más nutrida y violenta con indios que llegaban de toda la
comarca gritaban “Ñucanchic huasipungo” (nuestro huasipungo), mientras blandían
amenazadoramente picas, hachas, machetes y palos, armas con que habían de
defender hasta la muerte lo que les pertenecía.
El primer
encuentro duró hasta la noche; el Tuerto Rodríguez y Jacinto Quintana,
sucumbieron ante la indiada enfurecida, que ni siquiera las balas, pudieron
detener. A la mañana siguiente fue
atacado el caserío de la hacienda.
Desde la capital, con la presteza con que las
autoridades del gobierno atienden estos casos, fueron enviados doscientos
hombres de infantería a sofocar la rebelión.
En los círculos sociales y gubernamentales la noticia circuló entre
alardes de comentarios de indignación y órdenes heroicas:
“Que se les
mate sin piedad a semejantes bandidos”.
“Que se acabe con ellos como hicieron otros pueblos más
civilizados”. “Hay que defender a las
desinteresadas y civilizadoras empresas extranjeras”, fueron algunas de las
consignas que alentaron al comandante que dirigió la masacre de Tomachi.
Las balas de
los fusiles y las de las ametralladoras silenciaron en parte los gritos de la
indiada rebelde. El último en sucumbir
con su hijo en brazos fue Andrés Chiquilinga, quien pagaba con su vida, el
haberse atrevido a rebelarse a sus patrones.