RESUMEN DE LA OBRA LOS PERROS HAMBRIENTOS Ciro Alegria
Ubicada la acción en las alturas
andinas, tierras frías y secas a cuatro mil metros de altitud, aparece una pastora,
Antuca, con sus rebaños y sus perros, en medio de un paisaje idílico donde un
día truena la carga de dinamita: ha
surgido la violencia de los gendarmes, el mundo organizado en el interior del
mundo natural.
Los perros de Antuca, (Wanca,
Zambo, Güeso y Pellejo) eran excelentes ovejeros, de fama en la región, donde
ya tenían repartidas muchas familias, cuya habilidad no contradecían al genio
de su raza.
Estos perros y sus descendientes
adquieren en seguida, a los ojos del lector auténticos valores humanos; así,
Mauser morirá en la explosión de dinamita, Tinto, destrozado por los dientes
del feroz Raflez.
Güeso será robado por los
Celedonios; huirá, se echará al monte para morir violentamente. Las desgracias vienen una tras otra: Los Celedonios son exterminados por su
fiereza, mientras a los indios la ley les quita sus tierras.
Y en medio de estas desgracias,
aparece el fantasma de la sequía, a la que sigue como inevitable consecuencia,
el hambre. El mundo del hombre se
desmorona: los mismos perros, antes sus
fieles amigos, huyen tras dar muerte al ganado para comer.
Es la hora en que los mastines,
hasta entonces pastores, se convierten en la peor amenaza para el ganado. Solitarios o en grupos, expulsados por sus
dueños, merodean como alimañas, aullando constantemente en la inmensidad de la
noche puneña” …
Tornaba el coro trágico a
estremecer la puna. Los aullidos se
iniciaban cortando el silencio como espadas.
Luego se confundían formando una vasta queja interminable.
El viento pretendía alejarla,
pero la queja nacía y se levaba una y
otra vez de mil fauces desoladas”. En el
capítulo “Perro de bandoleros”.
Encontramos una estampa
inolvidable, en la que “Güeso”, capturado por los torvos Celedonios, acepta,
aunque de mal grado, el nuevo bravo destino de perros bandoleros junto a estos
hombres, cuya existencia pende de un hilo, sombreado por el azar y la
violencia: “…
Efectivamente, se bajó el Blas y
desamarró un látigo de arriar ganado que colgaba del arzón trasero de su silla.
–Anda ¡camina! –dijo, acercándose a Güeso agitando el látigo; el perro continuó
tirado entre las piernas.
Atrancado allí, no lo sacarían ni
a buenas ni a malas. Deseaba tan sólo
que le soltaran el lazo. Por lo demás,
la vista no le impresionó mayormente. Es
que lo ignoraba. Los riendazos que había
sufrido hasta este rato no le habían dado una idea del ardiente dolor del
chicotazo.
-Güeso, entonces suénale –dijo el
Julián. El Blas alzó el látigo que tenía
el mango de palo y lo dejo caer sobre Güeso.
Zumbó y estalló aunque con un ruido opaco debido al abundante pelambre.
La culebra de cuero se ciñó a su
cuerpo en un surco ardoroso y candente, punzándole al mismo tiempo con una
vibración que le llegó hasta el cerebro como si fueran mil espinas”.
En el desenlace, vuelve la lluvia
y, con ella, algunos perros que regresan humildes, en espera del castigo, a
casa de sus dueños.